Hablar del español de nuestros días es también hablar de sus literaturas. ¿Cómo se relacionan con la lengua quienes escriben? ¿Y con el lenguaje incluyente? ¿Qué piensan las escritoras, los escritores sobre todo esto? Esta es una “encuesta” brevísima y aleatoria —sin más criterio de selección que el de la cercanía, la amistad y el interés común por lo que hablamos—, en la que lanzamos dos preguntas a profesionales de la literatura, la escritura y el lenguaje; sobre su relación con la lengua española (1) y sobre el significado que otorgan al lenguaje incluyente tanto en el habla como en la escritura (2).

Las reflexiones fueron tan diversas y ricas como el mundo de cada voz encuestada. Dan cuenta de la forma, el fondo y la tensión misma que ocasiona hacerse cargo del lenguaje. Coinciden en su vitalidad, en que se trata de territorio, de habitación en tránsito. Como lo dice Mariana Bernárdez: “…sea el lenguaje en su infinito fontanar el que ensanche el horizonte y la mirada”.

Los editores

Fuente: UNAM Internacional


Rosa Beltrán

Lenguaje incluyente: más allá de lo lingüístico
¿Cómo se relacionan con la lengua quienes escriben?
Mi relación con la lengua española es crucial. Más aún, diría yo, con la lengua castellana. Y más aún: con el idioma. Escribir en mexicano. Hablar en mexicano. El habla, la oralidad, las distintas acepciones del castellano me parecen fenómenos de sentido que no puedo obviar en mi trabajo. Soy escritora. No es lo mismo decir “esperaba” que “estaba en calidad de mientras”. No es lo mismo estar disgustado que estar enmuinado. Nuestros dichos, refranes, expresiones idiomáticas encierran marcas de años, a veces siglos de cultura. Traen consigo los ecos de horizontes culturales y usos que se han heredado a través de las generaciones. Muchos de ellos, aún fosilizados, siguen significando y traen el aroma de otras costumbres y otros tiempos.

Limitarse al uso de una moda, una época o una clase social es censurarse. Pensar que hay un “español correcto” es tener un pensamiento colonialista.

¿Y con el lenguaje incluyente? ¿Qué piensan las escritoras, los escritores sobretodo esto? 

Entiendo que los cambios sociales quedan marcados en la lengua que los nombra. No me extraña que hoy el lenguaje incluyente sea un tema de debate. Responde a un análisis de hace décadas sobre los modos en que la lengua ha fijado un criterio patriarcal. Una norma. Por ejemplo, en el uso de los adjetivos. Aunque en una cláusula se citen varios sustantivos en femenino, con que haya uno solo en masculino la adjetivación que rige es el masculino. Esto no solo habla de gramática. Habla de otra cosa. Habla de las formas de vida de los grupos sociales. De la historia de la cultura.

Lo que quiero decir es que el debate sobre lenguaje incluyente o inclusivo es tema de reflexiones que van más allá de lo lingüístico, que abren horizontes para la reflexión filosófica. Puedo usar el lenguaje inclusivo o no hacerlo. Depende de qué y a quién quiera comunicar. Como hago al escribir, elijo el término y la expresión que considero más precisos para significar de la forma más clara posible un mensaje y una posición. No le tengo miedo, no tengo una inclinación conservadora hacia la lengua. Tampoco creo que esta pueda imponerse. Son los hablantes los que determinan qué usos lingüísticos trascenderán y cuáles se quedarán como una moda o un indicador del momento histórico en que surgieron. Usaría y uso el lenguaje incluyente por escrito cuando lo considero pertinente. Y en ese caso, lo mismo que cuando lo hago de manera oral, me interesa fijar una postura política, pero en cambio no deseo suscitar un debate innecesario en todo tiempo, modo y lugar cada vez que hablo.

Mariana Bernárdez

El laberinto y la espiral
¿Cómo se relacionan con la lengua quienes escriben?
El lenguaje y su misterio, con su canto de pájaro en la arboleda entrevista, amaneciéndose palabra en el labio que la retiene, en el gesto que habrá de nacerse, toda mirada, toda lejanía, apresada en el oleaje de su pronunciación; ovillo que se enreda y desenreda en el lienzo blanquísimo como lugar del aparecer, cerco donde el mundo inaugura su presencia, donde lo posible y lo imposible son el laberinto y la espiral: lo pensado y lo impensable; blanco por donde el silencio y el habla se deslizan para amansar lo oscuro, gramática siempre inconclusa porque el decir encalla en el archipiélago de la memoria y las palabras arrastran lo presentido, el oleaje de lo indeterminado, lo inusitado, lo inverosímil…

Y lo que no alcanza su playa se escribe al margen de su espuma, agua quieta y dócil del claro por el que asoma el alba cuando bajan a beber los animales. Antes muy antes cuando el gesto de la mano aprende a deletrear lo nombrado, la línea prolonga el aliento y dibuja la letra que apresa el vacío y su lluvia fina, esa entidad viviente que articula la correspondencia entre lo dicho y lo escrito, donde el mundo brota con sus infinitos matices, ese arte combinatorio secreto de nubes, ese punto donde la oposición se suscita y se impulsa, el río que fluye, el río que regresa, las venas y los rizomas, la red orgánica del sentido…

Todo comienza con una letra, toda lengua, toda memoria, la nana y el corrillo, las tablas de multiplicar, la historia de la familia, el imaginario literario, el pensamiento, los sueños y los derrumbes, la incesante interrogación o el simple presentir que el destino no es un después, sino una distancia por donde la lengua del instante y el nudo de la muerte se deslizan, esa cuerda por donde las estrellas caen sobre la hierba iluminando con su reflejo la noche y el espejo de agua, imágenes que desaparecen en la bruma de un monte que escribo.

¿Y con el lenguaje incluyente? ¿Qué piensan las escritoras, los escritores sobretodo esto?
Por la presencia del lenguaje traigo prendido al cuerpo el agua de montañas cuando se vuelven cielo, traigo prendida a los ojos la ventolera de los vientos, traigo perdidas las palabras y reencontradas en tus manos tan iguales a las mías, tan distintas a las mías; estas palabras que andan por las bocas aventadas como piedras para derribar molinos o como garzas cuando levantan el vuelo; estas palabras que enamoran y que hieren, que abrazan o condenan a muerte; estas palabras por donde caminan los demonios y los ángeles, que se arremolinan y zumban, que delatan y tiemblan; estas palabras con las que se hace la vida y que son la heredad recibida en bien preciado.

La exclusión y la inclusión es un binomio que forma parte de su territorio, porque no es la lengua la desgracia, sino el hablante que no se anima a recorrer sus paisajes; es el miedo que atenaza su razón; es el no querer probar el fruto por creer que es el veneno que lo ha de matar; así no atreve a cambiar su discurso ni a cobrar conciencia de que el lenguaje se transforma desde el lenguaje, y olvida que tiene la capacidad de elegir las palabras para descubrir y cambiar, para reconciliar y construir el futuro, para comprender el galope de la historia.

¿Y por dónde entonces empezar si lo que se busca es que la vida sea en su plenitud, en su más alta expresión, si el lenguaje es el lugar de manifestación del mundo, y el mundo las palabras que nos vinculan y separan?

Sea el lenguaje en su infinito fontanar el que ensanche el horizonte y la mirada, el que responda y sane, el que afirme la existencia y borre la lastimadura de su negación, el que devuelva la dignidad y el respeto ahí donde faltara, el que nos haga concebir otros modos de trato, otras maneras de quietud, otras formas de vivir.

César Cañedo

Menos común y más cómplice
¿Cómo se relacionan con la lengua quienes escriben?
Mi relación con el español es, sin duda, mi relación con su poesía. Pensar en ella es recordar al maestro Antonio Alatorre y la belleza de Los 1001 años de la lengua española donde se destaca su vitalidad, su permanencia histórica como una de las lenguas más extendidas, ricas y prestigiosas del mundo. Pensar en ella es pensar en sus grietas, sus sedimentaciones y sus contactos, y, desde luego, en Cervantes, Neruda, Villaurrutia, Vallejo, Gabriela Mistral y tantas y tantos que se han desvelado buscando esa intimidad que la devuelva menos común y más cómplice: que la transforme sacándola de sus casilleros cómodos. Es también pensar en sus resistencias, en sus signos de identidad que son contradicciones: en la eñe —Gloria Fuertes tiene un hermoso poema sobre este glitch lingüístico— o en la equis, que va en la frente de México y sus mexicanos con la fuerza de la desespañolización que fue proyecto político y literario desde el siglo xix y, por lo menos, hasta Alfonso Reyes. El español, esta lengua que me fue dada y que acepté.

¿Y con el lenguaje incluyente? ¿Qué piensan las escritoras, los escritores sobretodo esto?
Para el lenguaje, rebeldía y disidencia no son ajenas, son parte de sus operaciones. Resistir desnormalizando la lengua ha sido útil y productivo históricamente. El cambio social de nuestros días tiene que ver con salir de los modelos binarios y ese lenguaje, el inclusivo, cristaliza su impulso. Personalmente lo uso, lo encuentro útil y productivo en muchos contextos y lo uso más en ámbitos orales. Para la escritura asumo una actitud más situada, busco otras formas, a veces, en mi escritura literaria y desde luego lo incluyo en comunicaciones de carácter oficial para confrontar y disentir de autoridades, autorizaciones y normativas. Sin embargo, tampoco soy ajeno a su ineficacia y a su posible agotamiento, que quizá nos lleve a su reinvención o a su caducidad. Hay contextos de uso donde sigue siendo útil y otros donde es mejor prescindir de él: cuando las autoridades y otros rostros diversos del machismo y lazos patriarcales se camuflan con él; cuando magistrados, presidentes, hijos sanos, es decir cishetero, lo usan con solemnidad y complacencia, sería mejor dejar de usarlo o dejar de verlo como una transformación, puesto que en esos contextos se reduce a una suerte de enmascaramiento de inclusión por parte de los que siempre están o creen estar por encima. En conclusión, considero que lo importante es atender los contextos de uso, los espacios y los juegos de autorización y desautorización que hacemos con la lengua para saber cuándo seguir usándolo y para no ser ajenes a su disentimiento, el del lenguaje mismo. No podemos dejar de lado que también el lenguaje incluyente ha sido cooptado por el cisheterocapitalismo mundial integrado cognitivo, en palabras de Deleuze y Guattari, Silvestri, Haraway, y en este entendido quizá no falte mucho para que lo use el papa. Hasta ese día, a veces sí y a veces no hablo con elle.

Carla Faesler 

Una “licencia política”
¿Cómo se relacionan con la lengua quienes escriben?
Nunca me había preguntado esto. Desde que empecé a escribir y hasta hace unos años, mi relación con la lengua del lugar en el que me tocó nacer era un vínculo inevitable y por ende, incuestionable. Cualquier cosa que tuviera que ver con mi escritura tenía más que ver conmigo que con la manera de comunicarme que había yo aprendido de mi madre y padre, en la escuela, en el castigo, en el juego, en los golpes y en las risas. No conocía otra.

Así, los conflictos o problemas que experimentaba a la hora de escribir me parecían más bien asuntos personales, interiores, anímicos, psicológicos o de carácter, por decirlo de alguna manera. Era yo una persona y una lengua, una escritora y un lenguaje “impuesto” al nacer. Amaba yo el lenguaje, el que me tocó habitar, como amamos la herramienta de nuestro oficio.

Más adelante me encontré, claro, como toda persona que escribe, con emociones, situaciones o ideas cuya representación en el lenguaje se me dificultaba, aunque siempre encontré —encontramos— la manera de sortearlos con neologismos, por ejemplo, o combinaciones de palabras anormales y, por supuesto, construcciones agramaticales.

Hace años me preguntaron ¿qué es la poesía? y respondí sin pensar: un texto lleno de errores gramaticales. Y sí; en la poesía, podríamos decir, no hay ni arriba ni abajo, ni adelante o atrás, ni un lado u otro: no hay espacio. Y no hay tiempo. Siempre he pensado que la “licencia poética” ha sido siempre un reconocimiento a la idea de que el lenguaje puede, debe escapar a las reglas de sus propios códigos.

¿Y con el lenguaje incluyente? ¿Qué piensan las escritoras, los escritores sobretodo esto?
Representa un momento histórico. Es una propuesta política. Hace poco, Violeta Vázquez, lingüista de El Colegio de México, escribió, más o menos: si la “licencia poética” existe y funciona, pensemos al lenguaje incluyente como una “licencia política”. Esta manera de verlo me convence. En mi experiencia, el lenguaje incluyente es una manera de comunicarse que se usa ya en muchos espacios de enseñanza y de reflexión colectiva. Es una forma del habla en la conciencia y el reconocimiento de lo otro. Descalificarlo es ignorar el movimiento de la lengua en todos sus niveles y también la agencia del hablante, que es, ultimadamente, quien hace la lengua.

Mónica Lavín

Un salvoconducto en el tiempo
¿Cómo se relacionan con la lengua quienes escriben?
El lenguaje es la única manera de hacer visible ese mundo paralelo que puede ser una novela o un cuento. Una narración que inventa un mundo posible, un espejo para mirarnos. El lenguaje es un instrumento óptico que acerca o aleja lo mirado; es un salvoconducto en el tiempo; es un horadador de la memoria; un bisturí de lo íntimo: es el vehículo para hacer visible lo invisible. Es también la manera directa de comunicar una idea y argumentarla. Es el material para erigir la belleza. No hay escritura sin lenguaje. Es por lo tanto el edificio y el contenido. Es la forma y la médula. Es música, ritmo, tono, cadencia, pero es claridad y propósito. Coloca sillas donde no las hay, coloca intriga donde puede haberla. Por eso el lenguaje es ese pozo del que abrevamos y que se sigue llenando de nuevos vocablos y de la fascinante ambigüedad de las palabras. El sentido figurado de las palabras y las expresiones es la posibilidad plástica de revelar la condición humana, la experiencia concreta de un individuo de un grupo inserto en un tiempo, en un contexto, en una manera de apreciar la vida.

¿Y con el lenguaje incluyente? ¿Qué piensan las escritoras, los escritores sobretodo esto?
El lenguaje está inserto en su historia, el origen de las palabras, los mestizajes, los giros locales. Muda, es maleable y tiene una tradición que lo precede y le da su andamiaje para que sea ese vehículo de creación y de comunicación. Es vehículo para pensar: no hay pensamiento sin lenguaje. No hay comunicación de lo abstracto sin el lenguaje. Pero el lenguaje muta desde la convención popular, desde el uso natural llega a la norma. Por eso me parece que el lenguaje incluyente, con un sonido empobrecido —si se quiere ver desde la óptica auditiva y visual—, es una imposición porque opera al revés. Es decir, impone una regla, no exenta de razón en su carga ideológica, pero no me parece que pueda ser la vía —ya que el lenguaje es un organismo vivo— para modificar las conciencias y comportamientos.

Sara Poot Herrera

Un compromiso ético
¿Cómo se relacionan con la lengua quienes escriben?
Es un asunto de “amor a primera vista”, porque tenemos una relación indisoluble con las palabras y casi podría decirse que somos las palabras, pues nos acompañan toda la vida, incluso cuando estamos solos, porque el monólogo interno no se detiene nunca: durante el día lo llamamos pensamientos y durante la noche, sueños.

Desde niña he estado fascinada con el lenguaje, de tal forma que he dedicado mi vida a estudiarlo, a gozarlo y a enseñarlo, a jugar con él, acariciarlo, hacerlo propio a la vez que compartido. La lengua española es identidad, sentido de pertenencia, cultura, historia, lengua que denota, connota, cobija, comunica y ofrece signos que se desatan en cada circunstancia para poder decir, expresarnos, “desnudarnos” también (y protegernos). Y dichos signos, en su léxico y sintaxis, se multiplican en sus vocablos (“mexicanizados” éstos, son un chisporroteo verbal), una cadena de expresiones que dicen (o no dicen), una semántica que marca contextos de comprensión, de análisis e interpretaciones.

Vivir en Estados Unidos es anclarnos en la lengua española —lengua mexicana, “lengua nacional”—; es en un principio resistencia que poco a poco da entrada a nuevos términos, ya sea para abrirnos al spanglish, para adoptar nuevas expresiones aportadas por otras comunidades que hablan su español, para (y sobre todo) fortalecer la lengua mexicana, las lenguas mexicanas que se aglutinan también en la lengua española. Millones de hispanohablantes hay en Estados Unidos; sin embargo, en las nuevas generaciones de familias migrantes, la lengua española corre el peligro de perderse, lo que pareciera contradictorio: se habla español en casa, pero solo en casa y sobre todo entre las personas mayores, o se entiende el español pero se contesta en inglés. Por esta razón, mi relación con la lengua española, viviendo y trabajando en Estados Unidos, fue conscientemente haciéndose más fuerte a la hora de enseñar, a la hora de impartir clases de historia, cultura, literatura mexicanas, a todas las horas de convivencia con los otros, ya sea en el manejo del registro culto (uno de sus espacios, la universidad), como (digamos) coloquial, popular, ese “español arcaico” y rural que ha cruzado fronteras con sus migrantes, una migración sobre todo de carácter económico. En el contexto donde vivo, en la universidad donde imparto clases, mi relación con la lengua española es fundamental, es una virtud, un instrumento indudablemente de compromiso ético de vida cotidiana.

¿Y con el lenguaje incluyente? ¿Qué piensan las escritoras, los escritores sobretodo esto?
La presencia del lenguaje incluyente no me significa mucho pues más me parece un asunto de moda mezclada con ignorancia de las reglas y la potencia del español.

Me explico: Por la naturaleza de nuestro idioma, los sustantivos comunes animados expresados en masculino no son propiamente masculinos sino comunes para ambos géneros. Es decir, los sustantivos comunes no tienen especificidad y abarcan ambos géneros, mientras que los femeninos son únicamente aplicables a ellas, de forma que cuando decimos, por ejemplo, “todos” nos referimos tanto a hombres como a mujeres, mientras que “todas” solo menciona a las mujeres, por lo que resulta redundante y recargado decir “todos y todas”, o el desafortunado “los y las”.

De nuevo: las reglas gramaticales en vigencia por centenares de años claramente especifican que los sustantivos y artículos masculinos en plural (o en singular genérico) son igualmente neutros, lo cual implica que son ambiguos, y por tanto se requieren palabras extra para referirse tan solo a ellos, mientras que los femeninos son únicamente femeninos. El idioma no siempre es inmediato, directo y simple, y eso es una maravilla que no deberíamos perder por un torpe intento de “corrección política” que básicamente exhibe ignorancia y un deseo acrítico de sumarse a “los nuevos tiempos”. Ciertamente, los idiomas están vivos y evolucionan, pero en eso también hay reglas, métodos y conocimiento que no podemos ni debemos ignorar o violentar con tanta simpleza.

A quien se discrimina, en todo caso, es a los hombres, no a las mujeres, porque al decir o escribir, por ejemplo, “los socios” no queda claro el género, mientras que por “las socias” solo se está hablando de las mujeres que lo son. Eso lo sabe cualquier hablante del español y no le veo sentido a complicar las cosas (sobre todo al enseñarlo a los no hablantes) con distinciones innecesarias y redundantes, como decir “si están cansados o cansadas podemos tomar un receso”, porque si quisiéramos diferenciar sería forzoso indicar “si los hombres están cansados pueden tomar un receso; las mujeres no”, o algo similar.

Más que someterse y remedar las estructuras y modos del inglés (en donde sí es necesario distinguir entre géneros en las construcciones gramaticales), resulta más propio y sencillo conocer, respetar y proteger nuestro idioma, porque nos invita a un ejercicio de equidad: a cambio de usar lo que aparentemente es un término masculino (aunque en realidad es común) ellos pierden especificidad, pero todos ganamos en facilidad y elegancia en el uso del lenguaje y abandonamos absurdas posiciones divisivas e ideologizadas, cuando hay cosas mucho más importantes que atender, defender y enseñar.

En este contexto de “todas, todos, todes”, entiendo la necesidad de la diferencia, pero su uso por sí mismo no cambia las estructuras; menos aún la x que es un tache y ni siquiera en español puede pronunciarse. La inclusividad ha de venir (y devenir) en acciones horizontales, de un considerar la llamada otredad en términos de respeto a los demás, aun si no piensan como nosotros.

Socorro Venegas

Más voces, otras lenguas, otras miradas
¿Cómo se relacionan con la lengua quienes escriben?
Siempre consideré a la lengua española como mi lengua materna hasta el día en que descubrí que mi madre hablaba náhuatl. Ella tuvo que ocultar su lengua, su cultura, un universo de saberes en un país profundamente racista. Me parece doloroso. No me enseñaron la lengua de mi madre. He construido mi mundo, mi escritura en español, pero pienso que es importante reflexionar sobre las huellas del colonialismo que siguen vivas en nuestro idioma, pues conducen a manifestaciones y expresiones de clasismo, racismo y machismo en nuestras sociedades. Por eso me ha interesado introducir, en cada proyecto en el que trabajo, más voces, otras lenguas, otras miradas; abrir el panorama y decir que el español es una más de las sesenta y ocho lenguas que se hablan en México: todas importan.

¿Y con el lenguaje incluyente? ¿Qué piensan las escritoras, los escritores sobretodo esto?
Más que buscar normas o reglas creo que es fundamental reflexionar sobre la forma en que hablamos, cómo sigue siendo considerado normal que conjuguemos el mundo en masculino, esto es excluyente. Si seguimos las reglas no hay en español más que dos géneros: masculino y femenino. Pero la realidad nos muestra que hay otres que no se sienten incluidxs. Entonces hay que buscar las formas para ser más incluyentes. La UNAM acaba de publicar el El Antimanual de la lengua española para un lenguaje no sexista (disponible en https://cieg.unam.mx/detalles-libro.php?l=MjE4): “una propuesta política a favor de romper el pacto patriarcal y cisheretosexista presente en el uso del español”, como lo describen sus coordinadoras. Se trata de un libro serio y bien documentado que invita a pensar con humor, con amabilidad, en cómo podemos comunicarnos reconociendo a lxs demás, algo que muchos damos por hecho para nosotros, pero esa no es la misma realidad para quienes ejercen su derecho a asumir otras identidades.

Jorge Volpi

Hablantes del futuro
¿Cómo se relacionan con la lengua quienes escriben?
El español es, simplemente, el universo en el que nací: aunque luego aprendí otros idiomas, no soy bilingüe ni trilingüe y, pese a algunos escarceos con el francés, nunca he pensado seriamente en escribir en otra lengua. Habito el español, simplemente, como habito el mundo. No es, pues, un idioma del que pueda sentirme orgulloso o cuya infinita belleza pueda comparar con otras lenguas: es una parte de mí, tan íntima y secreta como mi propia conciencia. Cuando empecé a estudiarla me volví consciente de su estructura y de sus particularidades, pero del mismo modo que alguien se contempla en un espejo: reconociéndose y no, buscando una imagen ideal y tropezando solo con un reflejo más o menos distorsionado. Amo el español no como una patria (que siempre decepciona), sino como una tradición milenaria que me ha invadido por completo, al grado de identificarla conmigo mismo. Jamás me importó demasiado que la hablaran muchos millones o que se haya puesto de moda: es, simple y llanamente, el punto de vista desde el que pienso, escribo y vivo. Y con eso me basta.

¿Y con el lenguaje incluyente? ¿Qué piensan las escritoras, los escritores sobretodo esto?
La primera vez que escuché hablar del lenguaje incluyente, aunque entonces no se llamara así, fue en París, en 2001, durante una cena con uno de mis ídolos intelectuales, Douglas Hofstadter. El autor de la monumental Gödel, Escher, Bach (1979) domina unas doce lenguas —cuando lo conocí, estaba terminando la traducción en verso de Eugène Oneguin de Pushkin directo del ruso— y desde entonces estaba obsesionado con lo que él llamaba non-sexist English y buscaba todas las salidas posibles para evitar las marcas de género masculinas en una lengua que de por sí posee muchas menos que el español y otras lenguas romances. Su argumento me convenció desde entonces: para quien quiera buscarlo, se halla en un artículo que luego publicó en Metamagical Themas: Questing the Essence of Mind and Pattern (1985), en donde se inventa a un académico recalcitrante, William Satire —el apellido es obvio—, para poner en escena todas las contradicciones de cualquiera que se oponga a eliminar estas marcas masculinas del inglés.

Desde entonces, la polémica en torno del español incluyente o inclusivo no ha hecho sino aumentar hasta grados espeluznantes: sus detractores son idénticos a ese William Satire que no es capaz de ver que, del mismo modo que no sería conveniente llamar negro a un blanco —o a la inversa—, tampoco deberíamos permitir que un genérico masculino, en teoría neutro, sirva para referirse a las mujeres. Entre las distintas posibilidades barajadas para eliminar ese genérico masculino del español, el uso de la e desatado en América del Sur me ha parecido siempre la más alentadora: puede pronunciarse —a diferencia de la x o la @— y es fácil de utilizar. Cuando era coordinador de Difusión Cultural en la UNAM, editamos un manual de recomendaciones sobre el uso del español incluyente que se decantaba por esta solución (disponible en https://unam.blob.core.windows.net/docs/manual/Manual%20de%20uso%20incluyente%20y%20no%20discriminatorio%20del%20lenguaje.pdf).

En estos años no ha dejado de sorprenderme la animadversión que muchas personas —sobre todo hombres blancos con poder— le tienen al español incluyente, como si fuese un atentado terrorista contra la lengua. No sé si este uso quedará pero, dado que la lengua es de los hablantes, debemos dejar que sean ellos quienes lo decidan, en vez de impedirlo por razones puramente ideológicas. En España, donde vivo ahora, el rechazo general es aún más drástico que en América Latina: algo debe indicarnos de quienes se sienten dueños de una lengua que en realidad le pertenece a todo aquel que la hable.

Reconozco, sin embargo, que, conforme a lo que entonces me dijo Hofstadter, yo no tengo el español incluyente como lengua materna: en efecto, se trata de una variedad distinta (aunque inteligible) del español. Esta es la razón de que no lo use al escribirlo y de que me contente con algunas fórmulas básicas al hablar en público. Quizás en las siguientes generaciones, cuando cada vez más padres les enseñen el español incluyente a sus hijos desde pequeños, este termine por convertirse en la lengua materna de millones y entonces ya nadie podrá cuestionarlo. Mientras tanto, nada de malo tiene convivir con él y tratar de aprenderlo con la misma buena voluntad con la que uno aprende otro idioma —o al menos algunas de sus frases— cuando se enfrenta con hablantes de otro país o, como en este caso, de otra época: el futuro.


Rosa Beltrán es escritora y maestra, miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua. Estudió literatura hispánica en la UNAM y obtuvo el doctorado en literatura comparada en la Universidad de California en Los Ángeles. Es la titular de la Coordinación de Difusión Cultural de la UNAM. Ha publicado novelas, ensayos y relatos, y recibido diversos reconocimientos, como el Sor Juana Inés de la Cruz otorgado por la UNAM en 2011.

Mariana Bernárdez, poeta y ensayista, estudió comunicación en la Universidad Anáhuac y la maestría en letras modernas y el doctorado en filosofía en la Universidad Iberoamericana. También docente universitaria, colabora en diversos medios escritos y participa también en radio. Su obra, en la que destaca su trabajo crítico sobre Dolores Castro, Ramón Xirau y María Zambrano ha sido traducida a diversos idiomas.

César Cañedo, poeta, investigador, crítico literario y maestro, estudió lengua y literaturas hispánicas y la maestría en letras mexicanas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, donde realiza también el doctorado. Dirige en la misma facultad un seminario de literatura lésbica-gay. Es profesor de tiempo completo en el CEPE UNAM. Obtuvo el Premio Nacional de Poesía Francisco Cervantes Vidal 2017 y el Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes 2019.

Carla Faesler es autora de la novela Formol, considerada como el mejor libro publicado en 2014 por la revista La Tempestad, y de los libros de poesía Texto, DRON (Mi madre era granadero), Catábasis exvoto, Anábasis maqueta (Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen 2002), No tú sino la piedra y Ríos sagrados que la herejía navega. Su práctica experimental incluye collage, video y arte objeto. Sobre el lenguaje incluyente ha escrito en Este país: https://estepais.com/home-slider/rapidez-mundo-cambia-escandalosamente-lenta/

Mónica Lavín estudió originalmente biología y se ha convertido en una de las más reconocidas narradoras de su generación. Ha recibido reconocimientos como el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen 1996. Entre sus libros destacan novelas como Café cortado, Hotel Limbo y Yo, la peor. También ha incursionado en la divulgación de la ciencia, mientras realiza una incansable labor de tallerista y docente en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México.

Sara Poot Herrera estudió literatura en la Universidad de Guadalajara y el doctorado en literatura hispánica en El Colegio de México. Ha dedicado toda una vida a la enseñanza del español en Estados Unidos, a la par que ha desarrollado una inagotable obra crítica sobre diversos autores, y muy especialmente autoras en la literatura mexicana: Sara Poot es pionera en la visibilización de las mujeres que escriben en México.

Socorro Venegas, narradora, guionista y periodista, estudió comunicación social en la Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco, y desarrolla una intensa actividad docente relacionada con la formación de escritores. Su obra ha sido reconocida e integrada en antologías en México y el extranjero, destacando los cuentos recogidos en Todas las islas (2002) y la novela La noche será negra y blanca (2009).

Jorge Volpi es escritor, gestor cultural y diplomático. Estudió derecho y la maestría en letras mexicanas en la UNAM, y el doctorado en filología hispánica en la Universidad de Salamanca, España. Autor de ensayos, relatos y novelas, han sido éstas últimas las que le han granjeado reconocimiento internacional, iniciando con En busca de Klingsor, traducida a más de veinticinco idiomas. Columnista frecuente en diversos medios, fue Coordinador de Difusión Cultural en la UNAM y actualmente dirige la Sede de la UNAM en España.

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